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ISSN 1989-4163

NUMERO 137 - NOVIEMBRE 2022

 

La Imbecilitas Femenina

Carmelo Arribas

La consideración de superioridad del sexo masculino respecto al femenino, ha servido de justificación para tratarla de un modo diferente y casi siempre discriminatorio. Si el papel social otorgado a la mujer ha sido; el  matrimonio, la procreación, y el cuidado de los hijos y el hogar familiar, todo lo que no esté comprendido dentro de este papel ha sido obviado, o tangencialmente tratado por las leyes, ya que sólo el hombre era el sujeto principal y casi único en la  regulación de las relaciones sociales. Esto nos lleva a que la mujer, sí es objeto del Derecho Civil, fundamentalmente en cuanto su situación como mujer casada, ya que esta es la función y su razón de ser, que se le otorga en el organigrama social, mientras que el del hombre es el profesional y político. Pero incluso en este campo, el del matrimonio y el cuidado del hogar, al ser el hombre el que legisla, seguirá siendo él el protagonista de las relaciones de esta entidad familiar con el resto de la sociedad.

Y esta situación de subordinación total al marido o compañero puede llegar hasta la muerte.

Podría pensarse que situaciones como la de los dos esqueletos abrazados encontrados en  S. Fernando de Cádiz,  de una antigüedad de unos seis mil años, semejante en su situación a los encontrados en Mantua en el 2007, de la misma época, en los que el varón murió de muerte natural pero la mujer fue sacrificada para acompañarle en la otra vida, son de épocas prehistóricas, sin embargo todavía aparecen en las páginas de los periódicos sucesos en los que una mujer hindú se arroja o es arrojada, a la pira funeraria en la que se encuentra su marido, pese a que esta costumbre está prohibida desde 1829, pero los condicionamientos sociales, como que tal actitud está considerada como un acto virtuoso, o la miseria y el rechazo social que le espera tras la desaparición de su marido, hace que esta decisión les parezca adecuada.

En octubre de 2008, una campesina de 71 años tras la muerte de su esposo, se arrojó a la pira en la que estaba ardiendo su marido. Al correrse la voz de este hecho: "Los aldeanos acudieron al sitio donde se inmoló, con flores y cocos, y comenzaron a adorarla como una diosa". Según decía la prensa local, la policía intentó que tal lugar no se convirtiera en un lugar de culto como lo es un templo cercano al lugar donde se inmoló la viuda, levantado en honor de otra que lo había hecho hacía 40 años.

El origen mitológico de esta costumbre y su ritual, llamado “Sati” proviene del nombre de  la esposa de Shiva, que se inmoló por amor a su marido. Pero es que quizás, el morir en la hoguera, es una forma menos cruel y rápida de abandonar la vida, que la que les espera a las viudas, porque perder el marido es perder la visibilidad social, incluso puede acabar siendo  abandonada en un templo y repudiada por su familia.

Pero no es necesario acudir a épocas tan antiguas o lugares tan lejanos, la legislación española ha mantenido, también una discriminación que consideraba a la mujer de segunda clase.

Poco a poco se iría avanzando adaptándose la legislación, siempre por detrás de las circunstancias cambiantes, pero resulta llamativo que sólo hasta la ley del 2 de mayo de 1975 en la que se suprime la licencia marital, el permiso para la realización de diversos actos jurídicos, haya perdurado en España la aplicación de la “imbecilitas”, reformándose no sin ciertos miedos ya que se recortaba el poder masculino.

Sería la ausencia del varón, alistado en los ejércitos durante las dos guerras mundiales, la que al tener que ocupar su lugar en fábricas y administración, la que les daría a las mujeres la posibilidad de  reclamar unos derechos que se les habían concedido de “manera interina” mientras los hombres estuvieran ausentes. La escasez de varones, muertos en las guerras, hizo incrementarse el número de mujeres solteras o viudas, lo que le obligó a tomar el papel protagonista en la familia,  luchar para conseguir un trabajo, y conseguir los derechos y obligaciones sociales inherentes a esta nueva situación, y entre ellos, el derecho al voto, con lo que se convertirían también en un elemento integrado en la sociedad civil de la que estaban expulsadas.

Basta ver los artículos del código civil de 1889,  que regulaban que: “la mujer debe seguir al marido, donde quiera fijar su residencia”, o que regula que será representada por su marido, o la patria potestad del marido sobre los hijos comunes, para percatarse de su minoración de derechos.

Si su razón de ser, en la regulación del Derecho era su estado de casada, abordaremos esta situación.

El hombre y la mujer han tenido dentro de la familia dos roles distintos, aceptados socialmente y que establecían un estado jerárquico de preeminencia masculina, en la que el padre era la persona en la que se unía la potestad marital y paterna.

El matrimonio, en no pocas ocasiones era pactado, por lo que la mujer pasaba a tener un interés social y con frecuencia económico, cuando no históricamente, como en el caso de los matrimonios reales, se convertía en un objeto de transacción o pacto, en el difícil tablero de la política territorial. Sin embargo no hay que olvidar el matrimonio producido por causa de embarazo, cuyo trasfondo era simplemente la recuperación “de la honra perdida”, y del  estigma social de tener un hijo sin estar casada.

Sin embargo la Unidad Familiar constituye también una entidad jurídica, y en ella, será también la mujer la que debe  recibir la condición del marido, ya fuera de vecindad e incluso de nacionalidad, uniendo su identidad a la del marido.
Uno de los capítulos importantes de esta relación, dentro de la familia, era la fidelidad mutua. Este deber de fidelidad no estaba contemplado de igual manera si el infiel era el varón o la mujer, ya que en el caso de la mujer podía ser causa “en cualquier circunstancia”, de separación, sin embargo en el caso del hombre, sólo lo sería cuando hubiera escándalo público o menosprecio de la mujer,  lo que daba por supuesto, que frente a la traición imperdonable de la mujer al deber conyugal, había una tolerancia social a la infidelidad masculina, a la que sólo se le pide que sea clandestina: “Si no eres casto, sé cauto”.

Pesaba sobre la mujer también la responsabilidad de la unidad familiar. La ruptura, pese a las continuas infidelidades maritales, casi siempre llevaba el dedo acusador dirigido a la mujer, que debía sacrificarse en bien de la “sagrada” unión familiar, en la que cada uno tenía unos cometidos claramente definidos, el marido debía de proteger a la mujer, y esta obedecerle. Y en este proteger, definida ya la “imbecilitas” de la esposa, se incluía la administración de los bienes, siendo el marido el que administraría los bienes, incluso los propios de la mujer, heredados, ya que debía de recabar del marido la licencia marital. Había pues una implícita sumisión en el aporte de la dote, ya que al tener que ser cuidada y alimentada por el marido, este debía de ser compensado por ello.

Las legislaciones posteriores, en un intento de darle un mayor peso social, la discriminaron mas aún, ya que le otorgaron una “potestad doméstica”, por lo que dieron como aceptado que los ingresos procedían “exclusivamente” del varón y que su labor no era remunerada. Tardaría tiempo, hasta el 1981, en  establecerse,  mediante la “libertad de pacto”, el régimen económico del matrimonio. Pero quizás, pese a lo que pudiera parecer, el que la “potestad doméstica” se atribuya indistintamente a cualquiera de los esposos y no solamente a la mujer es un avance en el mundo de la igualdad de esta, ya que no se le atribuye de entrada un mundo “doméstico” centrado en el trabajo del hogar.

El fin de esa  “imbecilitas”, provendrá de la consagración legal, tras la llegada de la democracia, del principio de igualdad y no discriminación por razón de sexo y su aplicación al ámbito matrimonial, rompiendo los esquemas de “jefatura familiar”, que habían constituido la norma durante siglos.

 

 

 


 

 

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